Sin preguntar y mediar palabra, aquel día en que te encontré, pude sentir como me anegaba la tristeza.
Te vi tirada en la calle maleta en mano, con la ropa hecha jirones, herida, sentada en la acera, ida y con la mirada perdida, empañada por las lágrimas. Tu cabellera rubia, brillante y eterna, caía desordenada y enredada. Tus labios blanquecinos y cortados estaban muy lejos de su bella sonrisa habitual. Y aquellas manitas pálidas y delicadas, ahora llenas de suciedad y sangre, eran el blanco de tu iris inmóvil...
Me senté a tu lado. Preferí no hablar para no molestarte, y esperé a que te percataras de mi presencia. No fue así y tus heridas seguían sangrando.
Te cogí la mano. Fue entonces cuando te giraste y el vacío desconsolador que había en tus ojos me golpeó de lleno. A duras penas sí me reconociste, pero no dijiste absolutamente nada.
De normal eras hermosa y radiante, hoy sólo triste, un agujero negro de energía vital. Aclaré la garganta.
- Estoy aquí, sé que es vano consuelo, pero déjame al menos que te lleve a mi casa.
Seguiste mirándome inmutable, pero apretaste casi imperceptiblemente mi mano con la tuya.
Entendí que aquello era un sí, así que te cogí en brazos y anduve calladamente el camino a casa, con tu cabeza sobre la mía.
Te quité esa ropa rasgada, te curé las heridas y vendé las rozaduras. Lavé tus manos trémulas, sequé tus lágrimas y en vano intenté que aceptaras un café y unas galletas.
Tampoco un sedante, ni un antiinflamatorio, nada.
Entonces te ayudé a ponerte tu vestido blanco y te subí a la vieja cama de matrimonio de mis padres. Eras una cosa tan pequeña en mitad de la cama... volvía a llover.
Me quité las zapatillas y me metí a tu lado. Te abracé y apoyé tu cuerpo sobre mi pecho.
Cuando pasadas unas horas apoyaste tu cabeza sobre mi, dejaste de sollozar, te relajaste y finalmente cerraste los ojos, pude alegrarme brevemente, para luego empezar a batallar con la cascada de pensamientos que me empezaba a hundir en mi abismo personal.
Así pasaron varios días, y yo vencí mi propio dolor para cargar con un poco del tuyo. Después de haberte visto en aquel estado, lo demás había pasado a un segundo plano, dormir por velarte y acunarte, estudiar por atender tus heridas, comer por intentar obligarte a comer, salir por quedarme a tu lado mientras estabas sentada, abrazada a tus rodillas en un rincón de mi cuarto...
Al décimo día a medianoche tocaste a la puerta del despacho y entraste andando lentamente.
Tu mirada era triste, pero no estaba perdida en el infinito ni era húmeda. Te habías peinado, perfumado y vestido adecuadamente. Ya no temblequeabas, y tus labios estaban en su lugar, aunque no hubiera sonrisa alguna...
Te acercaste más, me levanté y me abrazaste.
- Gracias, Javi...- susurraste en mi oído.
Sonreí y te dejé marchar tras besarte. No quise saber dónde irías ni qué harías. Ya me lo dirías algún día, al fin y al cabo antes de irte dejaste tu número y dirección en la puerta de mi nevera.
Suspiré, ahora sí podría intentar estudiar bioquímica un poco antes de acostarme.
Por qué en "Siguió mirándome inmutable, pero apretó casi imperceptiblemente mi mano con la suya." cambias de persona?
ReplyDeleteMe gusta, aunque no pensaba que estuvieras escribiendo sobre ti...
Ves? al final lo he leido =)
No lo escribí de golpe. Apunté reflexiones y se me ocurrió repentinamente cómo juntarlas y actualicé. Por eso hay(había) varias personas. Lo miré una vez para corregir, y pensé que no se me había escapado nada. Qué raro que no haya sido la bruja la primera en darse cuenta.
ReplyDeleteBueno, el Javi final lo aclara xD.