Ese día ya no era el frágil y enclenque adolescente que fuera antes. No, eso se había acabado.
Esa mañana no me afeité, me limité a pintarme la cara con hollín y sobre mi mejilla dibujé en azur las líneas de la bandera de la ira.
No me puse la camisa, cubrí mi pecho desnudo con una capa grisácea.
Cualquier otro día habría cogido mi mochila con mi portátil, hoy únicamente mi espada.
Podría haber tomado el metro, pero eso era parte de la rutina que había quedado muerta y enterrada con el que yo fuera.
Arranqué a Céfiro y con él fui a clase.
Partía un gran buque corporacional con el senador del sistema más rico del sector a bordo. La gente estaba agitada y había revuelo en las calles. A mi poco me importaba.
Dejé a Céfiro sobre la acera en frente de el gran edificio de aluminio, tirando por los suelos a varios estudiantes.
Una mirada bastó para disuadirlos de proferir reproche alguno.
Subí tranquilamente las escaleras y me dirigí a la puerta del aula.
Desenvainé y con suave sesgo hice saltar los goznes, seguidamente empujé las puertas, que cayeron por su propio peso. Los alumnos se giraron estupefactos y el profesor se dirigió tartamudeante hacia mi:
-¿Qué se supone que estás haciendo?
-Entrar a clase.
Dicho esto, comencé a andar hacia las gradas. La gente me miraba con desconfianza.
-No deberías estar aquí, huye mientras puedas bicho raro.- Dijo Él.
-Por favor, gran señor, no malgaste su aliento en dirigirse a mi.- Repliqué suavemente.
Alcé mi mano, y mientras Él intentaba contestarme sin obtener respuesta de su garganta pude ver como en sus atemorizados ojos se reflejaba una figura tenebrosa, estatua marmórea hecha de cólera radiante. Sin duda ese era (y aún soy) yo.
Apreté con fuerza mi mano, y la gente oyó aterrorizada un crujido espantoso mientras Él caía al suelo profiriendo un penoso gorgoteo.
-Vaya, acabo de destrozarte el cartílago tiroideo, qué pena.
En ese momento varios de los amigos de Él se levantaron y vinieron a por mi.
Sonreí y siseé:
-Well, enough of this charade.
Todos ellos salieron volando junto a mesas y sillas, y el brillo de mi espada quemó madera y carne, haciendo huir a los que aún eran dueños de sus actos y no estaban en el suelo sumidos en el pánico.
Me acerqué a una de esas personas, la cogí por los hombros y senté en frente de mi.
-Vengo a despedirme.
Ella levantó temblorosa la capucha de mi manto. Y apenas pudo mirarme dos segundos antes de taparse los ojos con las manos y echarse a llorar.
-Bueno, todo estaba dicho ya, sólo quería verte una vez más antes de desaparecer.
Esbocé la última sonrisa sincera que vería en mi rostro un ser humano en décadas.
Me di la vuelta y salí del edificio en calma, mientras el incendio que había causado mi espada empezaba a consumirlo todo. Arranqué y no miré atrás.
...
Un día, recordé esto y quise saber que fue de ella.
60 años después yo aún era joven y fuerte, y ella estaba bajo la tierra.
Tampoco me dio demasiada pena, al fin y al cabo era una mujer, y ellas viven y mueren.
Los monstruos como yo, sólo existimos, aunque sea indefinidamente...